Más allá de los delitos y las bajezas de todo tipo cometidos por Marcial Maciel y sus adláteres, no es posible ignorar que uno de los errores estratégicos cometidos por la Legión de Cristo, demasiado evidentes estos días en que ninguno de sus valedores ha sido capaz de salir en su defensa, fue haberse convertido en una congregación tan soberbia y clasista.
La cuestión es que, destapada la caja de Pandora, nadie sabe cuántas sorpresas más pueden venir de otras órdenes religiosas que, en esencia, comparten algunas de las actitudes que hundieron a los legionarios. ¿Puede ser, por ejemplo, el caso del Opus Dei? Quizá.
Maciel construyó, literalmente, una agrupación a su imagen y semejanza. Llevó el llamado carisma del colectivo a niveles de personalización típica de dictadores, creó una cultura del secretismo y la complicidad que pervivió hasta su muerte, hizo de la religiosidad —un elemento fundamental de cohesión comunitaria— un instrumento de exclusión social y llevó al extremo, en un sentido más primitivo que teológico, el uso de la creencia (o de la fe si se quiere) para construir un reino que sí era de este mundo —el de él— y manipular a su antojo a quienes, desde los estratos altos, querían una religión sólo para ellos y a quienes, desde abajo, aspiraban a entrar a ese mundo.
¿Son los únicos que actúan así? A diferencia, tal vez, de jesuitas, dominicos o franciscanos, el Opus Dei, en el fondo y en la forma, parece mantener una filosofía más cercana a los legionarios. Es decir, asume que, como en todo, hay clases y sexos y que la práctica religiosa “verdadera” no es un asunto de masas sino de élites, de hombres no de mujeres, de iluminados y no de gente común.
Por ende, si se quiere “bailar con Dios”, como dice la hagiografía de la periodista española Pilar Urbano sobre José María Escrivá de Balaguer, el fundador del Opus, no hay que ir a los espacios naturales de la religiosidad popular —el templo, el atrio, la calle— sino a “sus” círculos sociales, “sus” casas y “sus” escuelas, donde, allí sí, se puede sentir la “verdad revelada”.
La secularización de estados y sociedades, la mayor apertura informativa derivada de las nuevas tecnologías y redes y, paradójicamente, la necesidad de creer, sin embargo, podrían haber puesto a organizaciones cerradas de este tipo en el escrutinio de quienes han vivido otra historia y quieren contarla, de quienes se sienten traicionados en su aspiración de vivir, legítimamente, una fe abierta a todos y de todos.
Dicen que Álvaro del Portillo, el sucesor de Escrivá, siempre pensó que en el Opus no pasaría nada cuando su fundador desapareciera. Pero tal vez sea un buen momento de poner las barbas a remojar.
Se reproduce con la autorización del diario La Razón www.razon.com.mx
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